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Los domingos, en DiarioYa.es, Manuel Bru

Cultura de muerte

Cultura de vida, cultura de muerte. Estas son las maneras de entender la vida, la sociedad, el hombre, y hasta la política. Estos son los dos ejércitos enfrentados en la que Juan Pablo II llamaba la “lucha por el alma de este mundo”. Estas son las dos milicias que San Ignacio de Loyola pone ante los ojos de quien hace sus ejercicios espirituales, y ante los cuales, forzosamente, e incluso inconscientemente, uno toma partido en su vida, la de Cristo y la del maligno. Esto no es maniqueísmo, es evangelio puro: “Diréis (solamente): Sí, sí; No, no. Todo lo que excede a esto, viene del Maligno”. (Mt. 5, 37).

Basta repasar la actualidad de esta semana para comprobarlo: liberación de Ingrid Betancurt, cultura de la vida; luz verde en el parlamento vasco para la negociación política de ETA y la consulta discriminatoria para la autodeterminación, cultura de la muerte. Millones de jóvenes que se preparan para ir a Sydney a la Jornada Mundial de la Juventud con Benedicto XVI, cultura de la vida; abanderamiento del más radical laicismo y de la más extrema legitimación y promoción de la eutanasia y del aborto en el mundo por parte del Partido Socialista, cultura de la muerte.
 
Comprometerse con la cultura de la vida no significa ir detrás de la cultura de la muerte, recogiendo sus deshechos, sino ir por delante, ofreciendo razones para la esperanza y, en definitiva, la novedad de la cultura cristiana. Pero también significa denunciar aquella proféticamente. Dos palabras de la cultura de la muerte se nos han intentado vender estos días disfrazadas de libertad y de humanidad: autodeterminación y eutanasia.
 
Primera palabra, autodeterminación: Dice la Instrucción Pastoral “Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y sus consecuencias”, ya de hace seis años, que no es cierto que “toda nación, por el hecho de serlo, le corresponda el derecho de constituirse en Estado, ignorando las múltiples relaciones históricamente establecidas entre los pueblos y sometiendo los derechos de las personas a proyectos nacionales o estatales impuestos de una u otra manera por la fuerza”. Y esto es lo que algunos políticos vascos pretenden imponer: una segregación que no consulta a todos los implicados en la misma, que rompe los lazos seculares de solidaridad entre pueblos hermanos, que no busca el bien común, y que además pretende negociar políticamente con los terroristas.
 
Segunda palabra: Eutanasia: Los eufemísticos términos eutanasia –que etimológicamente significa muerte en paz, con Dios y con uno mismo-, y “derecho a morir dignamente”, encubren la definición que quiso darle Niezsche, la de “muerte libre, que viene a mi porque yo quiero”, es decir, suicidio. Pero ni siquiera la eutanasia política es sólo legalización del suicidio, sino algo aún mucho peor: supone el vértice histórico del abuso de poder, el sueño de todos los grandes tiranos de la historia: poder controlar completa y absolutamente la vida de sus súbditos, y por tanto, controlar y decidir cuando nacen –políticas de planificación de la natalidad-, quienes nacen –políticas eugenésicas de selección de la especie-, y cuando mueren –políticas de legitimación, instauración y programación de la muerte a través de su regulación tanto en la sanidad pública como en la privada. Del socialismo real y del nacionalsocialismo del siglo pasado, con el congreso del PSOE de este fin de semana, el socialismo español se queda con la ideología más agónica, la del nihilismo que desprecia la vida.
 
Podemos hacer todas las matizaciones que queramos, pero parece claro que, conciencias y coherencias personales aparte, el campo de la batalla por el alma de esta España no es nada confuso: nacionalistas y socialistas por la cultura de la muerte, y un puñado de jóvenes católicos –los mayores mayoritariamente muy ocupados en sus comodidades- por la cultura de la vida. Sólo que, gracia sobrenatural incluida, los primeros entristecen y se entristecen, los segundos tienen de su lado el futuro, la alegría y la esperanza.

 

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