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Sobernía popular teñida de consentida ignorancia

Fernando Z. Torres. Yo era apenas un proyecto de vida cuando España afrontaba uno de los episodios más importantes de su larga existencia como nación. La recién estrenada democracia daba sus primeros pasos y, aunque aún tambaleante, comenzaba un camino de no retorno, a la postre materializado en el período más largo de sistema democrático vivido hasta entonces. Los ciudadanos, como los padres primerizos, asistían con expectación y asombro a cada acontecimiento que, no sin esfuerzo, iba sentando las bases del sistema que hoy nos dirige.

La idea fundamental consistía en materializar una auténtica renovación, dar un giro de 180 grados a lo que significaba el franquismo. Pasar de una dictadura a una democracia dotándola de los elementos esenciales. Son muchas las piezas que han de encajar para configurar un auténtico sistema democrático pero la composición final no puede adolecer de una esencial: la soberanía popular. De ella y por ella se articulan una serie de circunstancias que posibilitan el funcionamiento normal de este sistema.

La idea de soberanía popular no tiene su aplicación práctica en tanto en cuanto no se vincule su existencia a la de los depositarios de su voluntad. La existencia de partidos políticos, más que una necesidad es una imposición establecida por la obligación de otorgar el poder en base al interés del pueblo.

El reconocimiento de la soberanía popular y la existencia de partidos políticos como canalizadores de la intención de los electores, debe establecerse en orden a una norma comúnmente aceptada, la cual recoja el anhelo de la sociedad a la que ese ordenamiento debe servir.

La Constitución española de 1978 tiene en cuenta la primacía de la soberanía nacional hasta el punto de establecer “de la que emanan los poderes del Estado”. No existe, por tanto, democracia sin la intervención de los ciudadanos en lo que a órganos de poder se refiere. Recalco la importancia de la intervención del ciudadano como elemento imprescindible del régimen político tratado, llamando la atención de que somos los ciudadanos, y exclusivamente nosotros, los encargados de configurar nuestras venturas o desventuras. Podemos acertar o equivocarnos, pero lo que no podemos es empecinarnos en mantener nuestros errores basados en una consciente ignorancia.

La muerte del general Franco trasladó a los ciudadanos españoles la capacidad de conocer y entender la realidad que les rodeaba, hasta entonces negada probablemente basado en el miedo de aquel que no sabe delegar. La confianza en el prójimo es cualidad reservada a los valientes y, en nuestro caso, a los convencidos de entender la libertad individual como máximo exponente de la democracia. Pensemos por un momento en una empresa con miles de trabajadores. Si no existiera un convencimiento por parte del empresario en sus empleados, éste se vería incapacitado para atender su negocio. Me dirán: el trabajador intenta hacer bien su trabajo por dinero. Bien, y yo les respondo: y el ciudadano debe hacerlo bien por su propio beneficio.

El elector escoge a su gobernante. Debe seleccionar a quien cree que velará mejor por sus intereses. ¿Qué hace en la práctica? Optar por el mal menor. Entiende que “todos son iguales” y no se preocupa por defender, en base a su parcela de responsabilidad, la libertad otorgada desde su concepción. Ejercer correctamente el comportamiento de ciudadano lleva intrínseco saber que sus errores perjudican el bien común. Su estrechez de miras cercena los derechos de todos los demás hasta el punto de que debiera convertirse en epicentro de la ira cívica.

Esto me recuerda una conversación con un amigo mejicano residente en España. Gran conocedor tanto de la historia de su país como de la idiosincrasia del nuestro. Los 300 años de dominación española no le impiden hablar con nobleza de nuestra Patria y su sentido de la ecuanimidad caracteriza sus apreciaciones acerca de España. Gerardo me hablaba de los cambios que había sufrido Méjico en su último viaje y señalaba algo que me llamó poderosamente la atención. Me decía que hoy día la condena social al narcotráfico es tal que contaba la anécdota, totalmente verídica, en base a la cual estando un restaurante completamente abarrotado de gente, apareció por allí un conocido narco acompañado por una despampanante mujer y flanqueado por los gorilas de turno. Pues bien, al percatarse los comensales de la presencia de tan “ilustre” invitado, uno por uno fueron pidiendo la cuenta y, de forma ordenada, fueron abandonando el establecimiento.

La condena social respecto de los delincuentes es fundamental en un estado democrático que se precie de serlo. El día que escribo estas líneas es 13 de julio de 2014. Hace 17 años Miguel Ángel Blanco era asesinado por ETA de dos tiros en la cabeza, en uno de los sucesos más perversos y macabros de la historia criminal de la banda terrorista. Contaba con 29 años. Durante la semana precedente se han sucedido homenajes a lo largo de la geografía española a los cuales no han tenido a bien hacer acto de presencia ni PNV ni Bildu. Al contrario de lo que me transmitía mi amigo del DF, los políticos españoles, depositarios de la soberanía popular, se sientan en la misma sala en la que lo hacen aquellos que no condenan los asesinatos de más de 800 personas.

Quizá es momento de sentarse a pensar qué sociedad estamos construyendo en base una soberanía popular teñida de consentida ignorancia.

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