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Diario YA


 

Español e hispano y ciudadano de Europa, a la vez, con ansias de universalidad

YO, CIUDADANO DE ROMA

Manuel Parra Celaya. He resistido la tentación de volcar en este primer artículo de noviembre, a modo de desahogo, la obligada contención ciudadana que muchos españoles observamos a duras penas ante temas como la reiteración del ritual sectario de las profanaciones de sepulturas - acompañada de un ominoso silencio por parte de la jerarquía católica- , el intercambio de apoyos y votos por modificaciones en el Código Penal,  el chalaneo con delincuentes fugados en el extranjero (¿qué se apuestan a que los veremos pronto recorrer en triunfo las calles de Barcelona?) o la situación de precariedad y pobreza  en la que viven muchas familias, denunciada por Cáritas en su último informe.
    Desistiendo, pues, de tratar estos temas, que seguro merecerán mejores comentarios de expertos, he preferido recordar con gozo una de las mejores experiencia personales de mi reciente andadura otoñal por la Vía de la Plata del Camino de Santiago; seguro que don Eugenio d´Ors me ha repetido al oído aquello de “no querer nutrirse con la historia: dispepsia” (y no digamos de nutrirse de la política al uso) y me ha llevado por los caminos de su querido Clasicismo.
    Una maravillosa experiencia, inolvidable, fue pasar bajo el arco de Cáparra al amanecer, tras haber salido de La Oliva de Plasencia con noche cerrada aún y con el frontal alumbrando la senda que transcurre por la finca de El Baldío, con letreros avisadores de ganado bravo. Las primeras luces del día mostraban la majestuosa mole del gigante cuadrifonte.
    Para quienes desconozcan esta maravilla arqueológica diré que Cáparra fue una ciudad romana que alcanzó su emporio a finales del siglo III, con una extensión de 16 hectáreas en su perímetro amurallado, pero con muchas construcciones fuera del propio recinto; dicen las crónicas que había alcanzado la condición de municipio de derecho latino en el año 74, con Vespasiano y que pervivió hasta la Edad Media; las primeras excavaciones datan de 1929 y tuvieron su mayor empuje a partir de los años 60; luego, al adquirir los terrenos la Diputación de Cáceres en 1988, se fue descubriendo lo que hoy está a la vista. Pero, para no aburrir con otros datos, solo añadiré que siempre me ha dado en la nariz que la película “Gradiator” se tuvo que inspirar en estos lugares cacereños… Su arco tetrapylo ( de cuatro entradas) es único en España, y solo existe otro en el mundo, en regiones de Oriente de cierta inseguridad actual para los turistas occidentales.
    Antes de continuar por la Cañada Real hacia Aldeanueva del Camino -casi a las puertas de Castilla- el arco de Cáparra fue, así, descanso obligatorio para el peregrino, con grato cobijo bajo su bóveda; no pude evitar que creciera una sensación que ya me venía acompañando a lo largo de todo el Camino, sobre la antigua calzada romana (de ahí viene lo de “plata”, que no se refiere al metal, sino de la voz árabe “balata”, camino empedrado), que pasa junto a las ruinas de Itálica,  marcada por miliarios, respetados por el tiempo o reconstruidos por amantes de la historia de verdad. Ante cierta sorpresa de mi esposa y de un peregrino brasileño, acompañante ocasional de la ruta, exclamé en voz alta. “Yo, ciudadano romano”, nuevamente inspirado por el Maestro Ors.
    Y, ya con la mochila a hombros y recuperada la andadura, en silencio, continuaba en mi mente esta inspiración, con referencia a aquellos eones o constantes de la historia: el de Roma (símbolo de la unidad) y el de Babel (de la dispersión); me solidarizaba, por supuesto, con el primero de ellos, y pensaba en esta España de hoy, cuestionada a diario en su integridad por algunos de sus hijos; y en esta Europa, cuya supuesta unión no deja de ser un formalismo de Bruselas y de sus burócratas; y en el ser humano de cualquier latitud, desarmonizado de su entorno, de sí mismo y de su destino trascendente.
    Sí, ciudadano de Roma. Parecidas sensaciones he tenido cuando he visitado Roma, o Trento, o Verona, o Viena, o Múnich…, donde me he considerado siempre en mi propio hogar. Español e hispano y ciudadano de Europa, a la vez, con ansias de universalidad. Y, también mentalmente, maldecía -o me compadecía- de los nacionalismos y localismos exacerbados, de todos aquellos que tienden a separar a los seres humanos y a levantar vallas infranqueables entre dos terruños, que viven apegados a lo telúrico y no a lo universal; me compadecía de quienes se dejan llevar por los silbos de la desunión que suenan en cada Pequeña Aldea, y , al mismo tiempo, renegaba de la interesada ficción de la Gran Aldea globalizada, que es cabalmente lo contrario de esa universalidad, o Catolicidad, que es lo mismo.
    Días antes de esta experiencia en tierra extremeña, a punto de iniciar este Camino, había visitado el Archivo de Indias de Sevilla, con una exposición dedicada a Elio Antonio de Nebrija, y entonces había repasado en mi recuerdo aquella dedicatoria de este autor “a la muy alta y así esclarecida princesa Doña Isabel”, la que, en su testamento, había asegurado los derechos humanos de los indios, la que, junto a su esposo, el sagaz aragonés Don Fernando, había sentado las bases de la primera unidad del orbe cristiano al compás de un inicial Renacimiento, la que había creído las fantasías del Genovés y patrocinado la empresa que llevó a un Descubrimiento, bajo los emblemas unitarios de la piña y del haz de flechas, símbolos del eón de Roma orsiano.
    Bajo el arco de Cáparra, en un amanecer de otoño, uno se olvida del cansancio del Camino, del de la vida y del que producen las malas noticias en los telediarios; los sillares venerables compensan de sobra los constantes disgustos, tropiezos y rasguños que ocasiona el mundo político de nuestros días.
 

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